Pro-Ecclesia: al servicio de la Iglesia y de su liturgia. R.P.
Bertrand de Margerie sj. (Francia) Segundo Coloquio del C.I.E.L -
octubre de 1996. Me propongo presentar aquí algunas breves
consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de
cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las
escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la
frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales
y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles
podría sacar en el futuro? I. Breve visión histórica sobre la
enseñanza de la Iglesia en el pasado No tratamos de considerar
simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras
de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo
que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el
sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión
eucarística. 1. La escritura : El decreto Sacra tridentina synodus,
publicado en 1905 por la Congregación del concilio con la
aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza
revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando
el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice:
“Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los
discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el
alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el
alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma
manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan
celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración
dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi
todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan
material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe
ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p.
253). A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de
manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera
Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en
el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en
los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día
cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de
los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante,
cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los
Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan
eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de
Cristo. El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná
cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan
vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe
ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada
día hasta la entrada en la Tierra Prometida. El texto de la Santa
Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46)
según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la
fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”.
Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble
mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin
embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el
sentido del pan cotidiano pedido en la Pater. Algunos han
considerado que el sentido literal concierne al pan material en
tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio
Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el
CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad
de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios,
cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente
de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los
Padres, y en la fidelidad a analogía de la fe, es decir a la
cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido
total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca.
Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello
que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan
cotidiano: “Concierne la palabra de Dios a acoger en la fe al
cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza
largamente la doble alusión temporal contenida en las dos
comparaciones comparación (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan
nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance
eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el
Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal,
epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21),
para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un
sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para
la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido
literal, el término epiousios (“superesencial”) designa
directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el
cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente,
ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente :
este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la
Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Es por esto que
conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El
CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan
cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del
pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del
maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese
maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario.
Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père
(Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya
redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo,
contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el
maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los
tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar
las perspectivas eucarísticas de los Padre de la Iglesia a
propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje
hacia la Tierra Santa. 2. Los Padres: Los comentarios de los Padres
sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan
iluminando a la Iglesia y a nuestra vidas. Citemos aquí a Cipriano,
Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de
los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una
frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones
respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las
voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus
descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos
eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la
Eucaristía impacta por la profundidad y el numero de las
motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre
la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo
de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne
del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en
ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado
cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la
santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y
vivimos en Él” (§ 18) Retengamos la afirmación: Christum daris
petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de
perseverar en la gracia de Cristo. Hacia el año 372 San Basilio, al
escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar
continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919).
Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces
(domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente
de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa
Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta
consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San
Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se
expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que
le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si
anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los
pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo
recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco
siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez
que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo
mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este
pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio
es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y
V. 4.25-26). Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio
de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados.
Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos
al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener
cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no
comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir
“cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de
nuestra alma”? Dice expresivamente San Ambrosio. Su hijo espiritual
Agustín persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el
día de Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior,
Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán,
lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar,
santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El
texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis
quotidie accipere debeastis” . Por cierto, como lo precisará más
tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a
un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo
y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona
a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra
de Agustín. En San Agustín, como en los Padres en general, el
simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es
conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un
pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía
e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del
alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el
pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a
los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a
los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la
comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la
audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida
precisamente como alimento en la liturgia eucarística. Se podría
multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del
pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el
Magisterio papal y conciliar porque los Padre, para la inmensa
mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y
universal. 3. El magisterio de la Iglesia: Después del periodo
patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad
nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su
práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de
Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia
mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la
gracia divina, comulgarían al menos una vez por año. El Concilio de
Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la
proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo
de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino
además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presente, con
el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo
sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562). Este texto toma
toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del
mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en
lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en
efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la
comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos
preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy
estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la
Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra
glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”. Dicho de
otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de
gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente
de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro
futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el
cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su
comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación
que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11,
27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente
sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648). De estos temas
tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta
claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión
sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia
santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y
poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos
méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y
admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de
Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos. A pesar de
la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista
continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y
cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se
discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e
inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión
debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas. De ahí
las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado
Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó
la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia
recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes
cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la
comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante
olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más
abundantes que los de la comunión semanal”. Para ser más precisos,
para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y
tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía,
no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y
satisfacer la voluntad divina. Luego, para comulgar fructuosamente
no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque
esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es
posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición
a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia
cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón
que las personas que no comulgaban más que una vez por semana,
cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban
raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un
cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los
comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que
los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son
víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un
neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión
cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el
derecho de conocerla Las declaraciones tridentinas y las de Pío X
sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido
magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su
encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”,
porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no
presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza
misma de la comunión eucarística: ella es una participación del
sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola
víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del
mundo, Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir
una comida divina, sino además insertarse en la oblación
sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad
eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con
ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a
otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio. Digámoslo
de Paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el
más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la
Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y
comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre
los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan
explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las
cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia
Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata
explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los
cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la
comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el
cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la
ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío
XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como
víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente
la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima
glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima
en Cristo, por Él y con El y para Él. Eso es lo que ha enseñado el
concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la
encíclica de Pío XII. Llegamos así al magisterio más reciente de la
Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II. Si es cierto que
la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la
comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el
decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15).
Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir
la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie”
(Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía
con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes:
se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio
eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos
encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de
la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar
el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica
eucarística en el historia de los concilios ecuménicos, este
crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre
preocupada de hacernos participar en la Eucaristía? El concilio de
Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los
moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable
y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de
Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana
en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del
pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio
Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión
cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los
consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último
concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que
concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las
declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la
colegialidad episcopal.! Aunque el pedido del pan cotidiano tenga
también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su
sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los
Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de
Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la
Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe
católica y podría ser definida como tal por la Iglesia. Dos
documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el
acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión
cotidiana: - en 1967, la Santa Sede, en la instrucción
Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas,
confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo
cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también
- punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión
fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de
participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía,
finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la
comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no
hubiera peligro de muerte; - en 1973, la Santa Sede publicó un
ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa,
previendo un rito más largo y otro más breve,. Estos dos ritos
tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la
palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que
constituye una aplicación particular de un principio general de la
reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el
pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan
específicamente cristiano de la Nueva Alianza. II Hacia el futuro
de una Iglesia plenamente eucarística Si la declaración del
concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente
aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia
eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre
más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical
renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar
aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la
elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo
evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana. 1.
En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos,
especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera
confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser
inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana -
es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto
que el código de derecho canónigo prevé la posibilidad de nombrar
laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la
comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos
los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden:
nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos
jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del
llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida
religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa
cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves
problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera
pastoral de conjunto es imposible. 2) El relanzamiento del llamado
a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la
vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha
subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el
sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo
se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto,
despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana
unión eucarística con Cristo mediador? 3) Es paradójico pensar que
cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no
haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a
la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada
día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos
para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos
fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de
fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide
pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de
estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos
hace falta rezar. 4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la
Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus
miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado
en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada
día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día
que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El
concilio Vaticano II. citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su
decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de
la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece.
Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la
Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un
libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono
por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou . Para este monje,
que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la
conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de
Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que
pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea
eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística
de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de
haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es
plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada
uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación
siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de
Cristo y de los otros bautizados. El Padre quiere reunirnos cada
día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la
comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo
glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su
Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el
progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en
dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir
el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la
violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena
comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común
del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros
hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas
occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión
cotidiana. 5) Entre tanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de
Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que
estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de
iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el
misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo
Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo
Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a
través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a
su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Si, el tiempo
apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y
presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de
llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todo los
miembros de la comunidad locales? ¿Cuándo veremos a los obispos
pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la
comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un
sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando
a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del
Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico,
el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los
otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección
de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido
como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que
en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en
Cristo. Tal fue la intuición genial del teólogo español Suarez : el
estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida
religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la
confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la
perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y
cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como
el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto
culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y
sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental
y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II
ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida
cristiana, con miras a la perfección eterna de los
bautizados-confirmados. Bertrand de Margerie s.j