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La Sociedad Pornográfica (de Ignacio Ibarzábal)

Lunes, 19 de septiembre de 2011

Hay ciertas ciudades en las que no se puede atravesar un día sin ver una imagen de alto contenido erótico, o incluso, pornográfica. En Buenos Aires, por ejemplo, los puestos de diarios y revistas no sólo no cumplen con la reglamentación de mantener en sobre cerrado y opaco las revistas porno sino que además exhiben gigantografías de alto voltaje, imposibles de esquivar para la vista de los transeúntes, incluso para los menores de edad. A esto, debemos sumarle la ya aburrida irrestricta oferta televisiva –en cantidad y horario- y la última novedad: una espasmódica difusión de vídeos íntimos de famosos de turno.

Todo lo anterior se releva a un lugar secundario frente a la estrella de nuestro tiempo, Internet. En alianza con la tecnología, gracias a la cual las imágenes y sonidos han alcanzado un realismo inverosímil, la web ha llevado la pornografía a una dimensión insospechada. Nunca antes hubo pornografía de tanta calidad y tan accesible.

Lo cierto es que la pornografía tiene altos costos sociales y es hora de afrontarlo. Esta conclusión, adelantada por la intuición de muchos, ha sido recientemente revelada por un estudio publicado por el Witherspoon Institute, que aporta datos impactantes. Sólo en los EE. UU. se gastan anualmente alrededor de 4.000.000.000 dólares en videos pornográficos. A su vez, conforme a las Estadísticas de Pornografía en Internet, alrededor de 28.258 usuarios de la web acceden a pornografía en cada…segundo.

Además de impactantes, estos datos son alarmantes. La conclusión principal de la investigación es que la pornografía arruina nuestra sociedad. Ésta no sólo tiene efectos negativos en el consumidor –que pueden llegar a la adicción y otras patologías- sino que afecta especialmente a mujeres relacionadas con él y a niños. Hay que resaltar que el daño se extiende a personas mediatamente relacionadas con el consumidor.

De éstas personas, las que sufren la plaga de forma más pavorosa son las niñas y jóvenes víctimas del rapto para fines de explotación sexual. En los últimos años hemos visto con esperanza el surgimiento de distintas organizaciones que tenazmente luchan contra este mal y la adhesión a la causa de importantes figuras públicas. Sin embargo, y aunque duela afrontarlo, una solución real sólo podrá ser alcanzada si revisamos nuestra concepción de la sexualidad y, en particular, nuestra actitud frente a la pornografía. De hecho, desde el Departamento de Justicia y el Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Explotados de EE. UU. se ha hecho hincapié en que la relación entre la pornografía y la trata de personas es directa. Es así que quienes claman contra el tráfico de personas pero avalan la pornografía -y la prostitución-, atacan la consecuencia mientras alimentan las causas.

Llegado este punto, todos los ciudadanos que no nos identificamos con secuestradores y explotadores, debemos preguntarnos…¿Acaso podemos fomentar el sexo utilitarista y atrincherarnos en la privacidad de algunas de nuestras conductas -como el consumo de pornografía- sin reconocer que colaboramos, al menos materialmente, con la explotación de personas y otros males sociales?

La situación sólo mejorará si afrontamos con coraje grandes desafíos. Por empezar, todos los que compartimos lo anterior, deberíamos rechazar conductas utilitaristas y elegir proactivamente –y aunque cueste- el amor como canal de la sexualidad. Esto será bueno aunque no suficiente.

Todos sabemos que alrededor de la industria pornográfica hay intereses creados, principalmente económicos. Muchos deberemos perder en algún sentido para que todos podamos ganar. Algunos tienen el interruptor en la mano: los directivos de empresas editoriales y mediáticas, los empleados directos e indirectos de estas industrias, los sindicatos relacionados, los funcionarios públicos competentes. Los demás tenemos la responsabilidad de forzar que estos interruptores sean pulsados.

Este cambio –como cualquier otro significativo- sólo será posible si hacemos sacrificios. Tenemos el derecho de no hacerlos. Pero sin ellos, no tendremos derecho a quejarnos de que chicas de seis años vean imágenes obscenas o de que se les quite la vida a unas sólo para satisfacer las ansiedades sexuales de otros. No tendremos derecho a rechazar la sociedad pornográfica.

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