A la resurrección de los muertos se atribuye en el Nuevo Testamento un momento temporal determinado. Pablo, después de haber enunciado que la resurrección de los muertos tendrá lugar por Cristo y en Cristo, añade: «Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su Venida» (1 Cor 15, 23: _v ô_ ðáñoõóß_ á_ôo_). Se señala un acontecimiento concreto como momento de la resurrección de los muertos. Con la palabra griega ðáñoõóßá se significa la segunda venida, todavía futura, del Señor en gloria, diversa de la primera venida en humildad(522): la manifestación de la gloria (cf. Tit 2, 13) y la manifestación de la parusía (cf. 2 Tes 2, 8) se refieren a la misma venida. El mismo acontecimiento se expresa en el Evangelio de Juan (6, 54) con las palabras «en el último día» (cf. también Jn 6, 39-40). La misma conexión de acontecimientos se da en la viva descripción de la carta 1 Tes 4, 16-17, y es afirmada por la gran tradición de los Padres: «a su venida todos los hombres han de resucitar»(523). A esta afirmación se contrapone la teoría de la «resurrección en la muerte». En su forma principalmente difundida se explica de forma que aparece con grave detrimento del realismo de la resurrección, al afirmar una resurrección sin relación al cuerpo que vivió y que ahora está muerto. Los teólogos que proponen la resurrección en la muerte, quieren suprimir la existencia posmortal de un «alma separada» que consideran como una reliquia del platonismo. Es muy inteligible el temor que mueve a los teólogos favorables a la resurrección en la muerte; el platonismo sería una desviación gravísima de la fe cristiana. Para ella el cuerpo no es una cárcel, de la que haya que liberar al alma. Pero precisamente por esto no se entiende bien que los teólogos que huyen del platonismo, afirmen la corporeidad final o sea la resurrección de modo que no se vea que todavía se trate realmente de «esta carne, en la que ahora vivimos»(524). Las antiguas fórmulas de fe hablaban, con otra fuerza, de que había de resucitar el mismo cuerpo que ahora vive. La separación conceptual entre cuerpo y cadáver, o la introducción de dos conceptos diversos en la noción de cuerpo (la diferencia se expresa en alemán con las palabras «Leib» y «Körper», mientras que en otras muchas lenguas ni siquiera se puede expresar) apenas se entienden fuera de círculos académicos. La experiencia pastoral enseña que el pueblo cristiano oye con gran perplejidad predicaciones en las que mientras se sepulta un cadáver, se afirma que aquel muerto ya ha resucitado. Debe temerse que tales predicaciones ejerciten un influjo negativo en los fieles, ya que pueden favorecer la actual confusión doctrinal. En este mundo secularizado en el que los fieles se ven atraídos por el materialismo de la muerte total, sería todavía más grave aumentar sus perplejidades. Por otra parte, la parusía es en el Nuevo Testamento un acontecimiento concreto conclusivo de la historia. Se fuerzan sus textos, cuando se intenta explicar la parusía como acontecimiento permanente que no sería otra cosa sino el encuentro del individuo en su propia muerte con el Señor. «En el último día» (Jn 6, 54), cuando los hombres resucitarán gloriosamente, obtendrán la comunión completa con Cristo resucitado. Esto aparece claramente porque la comunión del hombre con Cristo será entonces con la realidad existencial completa de ambos. Además, llegada ya la historia a su final, la resurrección de todos los consiervos y hermanos completará el cuerpo místico de Cristo (cf. Apoc 6, 11). Por eso, Orígenes afirmaba: «Es un solo cuerpo, el que se dice que resucita en el juicio»(525). Con razón, el Concilio XI de Toledo no sólo confesaba que la resurrección gloriosa de los muertos sucederá según el ejemplo de Cristo resucitado, sino según el «ejemplo de nuestra Cabeza»(526). Este aspecto comunitario de la resurrección final parece disolverse en la teoría de la resurrección en la muerte, ya que tal resurrección se convertiría más bien en un proceso individual. Por ello, no faltan teólogos favorables a la teoría de la resurrección en la muerte, que han buscado la solución en lo que se llama el atemporalismo: afirmando que después de la muerte no puede existir, de ninguna manera, tiempo, reconocen que las muertes de los hombres son sucesivas, en cuanto vistas desde este mundo; pero piensan que sus resurrecciones en la vida posmortal, en la que no habría ninguna clase de tiempo, son simultáneas. Este intento del atemporalismo, de que coincidan las muertes individuales sucesivas y la resurrección colectiva simultánea implica el recurso a una filosofía del tiempo que es ajena al pensamiento bíblico. El modo de hablar del Nuevo Testamento sobre las almas de los mártires no parece sustraerlas ni de toda realidad de sucesión ni de toda percepción de sucesión (cf. Apoc 6, 9-11). De modo semejante, si no hubiera ningún aspecto de tiempo después de la muerte, ni siquiera uno meramente análogo con el terrestre, no se entendería fácilmente por qué Pablo a los tesalonicenses que interrogaban sobre la suerte de los muertos, les habla de su resurrección con fórmulas futuras (_váóôÞóovôáé) (cf. 1 Tes 4, 13-18). Además una negación radical de toda noción de tiempo para aquellas resurrecciones, a la vez simultáneas y ocurridas en la muerte, no parece tener suficientemente en cuenta la verdadera corporeidad de la resurrección; pues no se puede declarar a un verdadero cuerpo, ajeno de toda noción de tiempo. También las almas de los bienaventurados, al estar en comunión con Cristo, resucitado de modo verdaderamente corpóreo, no pueden considerarse sin conexión alguna con el tiempo.
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