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Hay un lugar en Jerusalén llamado Dominus Flevit, que quiere decir literalmente “El Señor lloró”. Dice la tradición que desde este punto observó Jesús la ciudad, y sabiendo lo que ocurriría en ella, lloró. El vino a ellos, a Su pueblo, y no dejó de decir palabra o de hacer milagro, tratando de convencerlos. Pero el pueblo elegido tuvo el corazón duro, y lo rechazó. Lo rechazó la gente común y también lo rechazaron los que estaban en el Templo sobre el monte Sión, los sacerdotes y doctores de la ley.
Me pregunto qué siente Jesús en estos tiempos cuando nos mira a los cristianos, que somos Su pueblo nacido después de la Resurrección. La clave está en la observación que se hiciera sobre nuestros hermanos de la Iglesia primitiva, la de los primeros tiempos:“miren cómo se aman” (del teólogo Tertuliano, año 155-230). Somos los miembros del Cuerpo Místico de Jesús, y eso es una gran responsabilidad que debemos honrar en todo ámbito, en nuestras familias, trabajos, en todo momento. ¿Acaso quienes hoy nos ven como cristianos, como integrantes de la Iglesia de Cristo, exclaman con asombro “miren cómo se aman”?
Demasiadas veces escucho que gente alejada de Dios rechaza la invitación a volver al Señor con amargas palabras: “con Dios no tengo problemas, pero no tuve buenas experiencias con los que están en las primeras filas de los bancos de las iglesias, y luego llevan unas vidas que dan vergüenza”. Es obvio que resulta una muy práctica excusa el reaccionar de ese modo, pero también es cierto que muchos católicos damos un mal ejemplo en nuestro carácter de miembros de la Iglesia, como testigos vivos de Su amor. En realidad, espantamos a las ovejas, en lugar de atraerlas al rebaño.
También en otras ocasiones los alejados reaccionan a las invitaciones recordando “a aquel sacerdote que cometió un acto que no es digno de un consagrado a Dios”. Con tan simple motivo descartan de plano toda aproximación a la Iglesia, olvidando que no es a hombre alguno que se busca en los Sacramentos, sino a Dios mismo. Por supuesto que esta gente no se molesta en descubrir o resaltar la figura de tantos sacerdotes santos que se encuentran en el camino. Para ellos es preferible quedarse con la imagen de aquel que no llevó su apostolado con dignidad, o al menos así lo parecía.
He dudado mucho hasta concluir sobre cual es la mejor forma de responder a estos planteos, que son tan frecuentes, lamentablemente. Negar que existan malos cristianos, laicos como consagrados, no tiene sentido ya que los ejemplos abundan. Tratar de argumentar sobre la proporción de malos sobre buenos es entrar en un debate interminable. Mi conclusión fue la de reconocer que, personas al fin, tenemos de los buenos y de los otros en nuestras filas, ¿cómo negarlo? Pero es fundamental dejar muy en claro que, frente a los que no representan dignamente su carácter de cristianos, Dios llora, como lloró en Jerusalén aquel día.
Si, el Señor llora con amargura cuando ve que aquellos que debemos unir, desparramamos, que aquellos que debemos amar, odiamos. Y llora aún más amargamente cuando ve que con una sonrisa de burla nos miran y dicen: “miren cómo se pelean”. Imaginen la tristeza de Jesús cuando es testigo de que, amparados en la falta de amor de algunos cristianos cercanos a Su Iglesia, muchos otros cristianos se alejan de El, dejándolo más sólo aún. Al alejarnos de la Iglesia nos alejamos de Jesús, quien más que nunca necesita de nuestro amor para construir un círculo de caridad cristiana alrededor de Su Templo.
Y yo, ¿a qué grupo pertenezco? Como me decía un sacerdote amigo, si tengo el “Currículum Católicus Vitae” y concurro asiduamente a los Sacramentos, mejor que lleve una vida que sea un testimonio de amor y unión. Que mi vida sea una invitación a acercarse a la religión. Y si me he alejado de la Iglesia por no sentirme a gusto con algunos de los que están en ella, mejor comprenda que al que he dejado sólo es a Jesús.
La Iglesia es Cristo, es muchísimo más que los hombres y mujeres que la conformamos como miembros activos. A la Iglesia se asiste al encuentro con Dios, porque la celebración de la Eucaristía es la oración perfecta, es el milagro continuo que se reproduce en todos los altares del mundo, día a día. Reflexionemos en lo que con gran ironía dijo una vez un miembro de una iglesia protestante: “si los católicos creyeran realmente que Jesucristo está presente en Cuerpo y Sangre en la Hostia Consagrada, en el Sagrario, debieran estar allí a tiempo completo, de rodillas y adorando”.
Y el Señor lloró…
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