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Como joven religiosa, a menudo oía pláticas acerca de vivir en la presencia de Dios. En la sociedad actual, a causa de tanto ruido y de la dificultad de encontrar lugares de silencio, la gente dice que encuentra difícil estar conscientes de Jesús.
Hace algunos años, en mi retiro anual, me vi sometida a tentaciones terribles y al desaliento. Cada tentación que ustedes puedan pensar, yo las tuve esa noche. Camino a Misa a la mañana siguiente, me sentía abatida y deprimida por los ataques y tentaciones de la noche anterior.
Al enfilarme a recibir la Comunión, hice un acto de fe, dije: “Jesús, yo sé que Te estoy recibiendo, pero me siento tan desalentada, tan destrozada y tan indigna de recibirte.”
Fue así como yo me sentí al comulgar. Al recibir la Hostia Sagrada y volver a mi lugar, recibí una clara imagen de una tienda. Recuerdo haber mirado la tienda y pensar: “Vaya, esa pobre tienda está muy maltratada”. Recuerdo haberla examinado y decir: “Debe haber pasado por una tormenta terrible.”
Al llegar a mi banca y arrodillarme, vi que un hombre entraba en la tienda. Me vi a mí misma en la imagen y cómo le decía yo al hombre: “Oh, no, no puede usted entrar ahí, es un desorden. Está toda estropeada. Tiene agujeros muy grandes.”
El hombre me miró, me sonrió y me dijo: “¿Qué quieres decir con eso? Yo vivo aquí adentro.”
En ese momento, entendí que yo era la tienda raída, que había sido estropeada por las tentaciones a pecar, el desaliento y todas esas cosas que me amenazaron durante la noche. Ahora, Jesús me mostraba que, estropeada y todo, Él seguía haciendo Su morada en mí – y que acababa de venir nuevamente a mí bajo la apariencia de la Sagrada Hostia.
Fue algo muy humillante: ¡nunca había pensado en mí misma como una tienda raída! Luego sentí como si Jesús me llevara de nuevo al interior de la tienda. Lo vi sentarse a Su mesa y también yo me senté frente a Él. Él me tomó ambas manos y me habló desde el otro lado de la mesa.
Mientras me hablaba, yo miraba la tienda y decía: “¡Dios mío, mira nada más esta tienda! ¿Qué pensará la gente? ¡Mira esta tienda en tan mal estado!”
Me disculpé y aparté mis manos de las manos de Jesús. Empujé la silla, me levanté y comencé a reparar los agujeros de la tienda. Yo pensaba: “¿Qué dirá la gente si ve estos agujeros?” Me puse inmediatamente a hacer que la tienda se viera bien ante los ojos de otras personas.
Fue entonces cuando sentí que Jesús, muy gentilmente, me obligaba a sentarme de nuevo, y me decía: “Briege, si te preocupas por esos agujeros y por tu tarea de repararlos, vas a olvidarte de Mí. Pero si te preocupas por Mí, Yo repararé tu tienda.”
Entendí que estaba pasando mucho tiempo preocupándome por las tentaciones y por mis pecados, por cómo les iba a hacer frente y por lo que las demás personas pensaban. El Señor me mostró que la conversión y el arrepentimiento tienen lugar cuando sólo nos preocupamos de Jesús y nos volvemos a Él. Y es que si nos preocupamos de Jesús, automáticamente nos apartamos del pecado. No podemos prestar toda nuestra atención a Jesús y al mismo tiempo volver a pecar.
Esto es lo que le sucedió a todos los grandes Santos de la Iglesia: ellos se volvieron a Jesús, apartándose del pecado. Tomemos, por ejemplo, a San Francisco de Asís. Él hizo de Jesús su única preocupación y se olvidó completamente de todo lo que estaba mal en su vida. Dios se hizo cargo de eso. Lo mismo le ocurrió a San Pablo, a San Pedro, a San Ignacio, a Santa María Magdalena y a Santo Tomás de Aquino, para nombrar tan solo a unos cuantos.
Todos tenemos que recordar que cuando pecamos, no debemos obsesionarnos con el pecado y seguir pensando en él, sino volvernos a Jesús. Cuando comenzamos a tratar de complacer a Jesús y vivir por Él, entonces Él cambia nuestra vida.
El Señor me enseñó esta segunda lección usando la imagen de la tienda de campaña. De nuevo, me encontraba sentada a la mesa con Él. Me asomé fuera de la tienda y vi que personas con muchos problemas, enfermedades y dificultades se acercaban a la tienda. Yo dije: “Señor, tengo que irme, porque todas esas personas me necesitan.” Me levanté de un salto y dije: “Dios mío, ¿pero cómo voy a manejar todos esos problemas, a tantas personas y con tantos problemas?”
Mientras estaba parada a la entrada de la tienda tratando de pensar cómo iba a ayudarlas, de nuevo sentí la mano de Jesús haciéndome regresar a Él. Moviendo su dedo índice me dijo con una pequeña sonrisa: “Ellas no vienen a ti para que les resuelvas sus problemas. Ellas sólo vienen a ti porque Yo vivo en ti. Si te levantas y dices: ‘Tengo que hacerlo’, entonces olvidarás que Yo soy quien sana y quien da la paz. Yo soy quien sana a los enfermos. Lo único que necesito de ti es que seas un instrumento. Así que ahora siéntate y déjame a Mí ir a la puerta.”
Me vi a misma sonreír al decirle a Jesús: “Sí, ahora sé por qué me dijiste que cuando alguien confía en Ti no fracasa. Pero si trato de hacer las cosas por mí misma, fracasaré.”
A partir de esa experiencia, fui más consciente de que es Jesús quien tiene el poder y quien realiza toda la obra. Como dice San Pablo: “… ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Frecuentemente, cuando recibo invitaciones para ir por todo el mundo a hablarles a toda clase de personas -obispos, sacerdotes, médicos- suelo pensar: “Yo no puedo hacerlo”. Y escucho a Jesús decirme: “No, tú no puedes, pero Yo sí. Déjame hacerlo a través de ti”.
Es cierto. Yo no puedo hacerlo. El día que yo crea que puedo, será porque me he escapado y lo he dejado a Él sentado solo en la mesa, en la tienda raída.
El día que yo trate de hacerlo por mí misma, será un día en que quedaré frustrada y cometeré muchos errores. Será el día en que Briege comience a edificar su propio reino en lugar del Reino del Señor.
Tomado del libro “Los milagros sí ocurren”, de Sister Briege McKenna.
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