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Marta Robin      

  

                      «Dios es el Señor de todas las almas y, para cada uno,    
                                                             Señor de todos los días».
                                Marta ROBIN. Châteauneuf-de-Galaure. 1930.
       Se llamaba Marta Robin y este año se cumplen treinta años de su muerte. Era una casi analfabeta campesina francesa de la Drôme, junto a los Alpes. Su mayor talento era el de bordar. 

Vivió 50 años postrada en cama sin comer ni beber ni dormir; sólo se alimentaba de la Eucaristía. La Ciencia nunca pudo dar una respuesta sensata a las manifestaciones que tenía esta campesina francesa
Murió en 1981, de modo que hace ahora treinta años que nos dejó. Su muerte pasó tan desapercibida como el aniversario que se acaba de cumplir  El filósofo Jean Guitton manifestó un entusiasmo por esta mujer en la biografía que  escribió, Retrato de Marta Robin. 
 Marta entregaba su alma a Dios, a los 79 años de edad, después de vivir los últimos cincuenta y tres paralizada en una cama, cincuenta y dos padeciendo los estigmas del Señor y los cuarenta y dos finales, ciega. Todo aquel tiempo lo pasó sin comer ni beber, en un sacrificio deliberado, ofrecido de modo voluntario y expiatorio. Pero no le costaba gran esfuerzo: “Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que son ellos quienes impiden en sí los efectos de este alimento”.
Lo cierto es que Marta no podía tragar la hostia que ponían sobre su lengua. La absorbía sin comerla, produciendo unos efectos espirituales inmediatos sobre ella: “Es como si un ser vivo entrase en mí”.
Mantenía una espiración inapreciable, además

no podía moverse. En lo que parece corresponderse con un fenómeno muy peculiar de catalepsia, los miembros, de cadavérica rigidez, se extendían a lo largo del tronco. Idéntica parálisis afectaba a su cabeza y a sus piernas. Las cortinas -frente al camastro de ciento diez centímetros- siempre estaban echadas, porque Marta, pese a su ceguera, no soportaba la luz. Su postura era siempre la misma: levantada la cabeza sobre dos almohadones, la mano derecha sobre el abdomen y las piernas dobladas y arqueadas. Jamás salió de allí, su hogar paterno.
 Los síntomas de su enfermedad se manifestaron de modo terrible desde el primer momento; las mejoras y las recaídas se sucedieron ininterrumpidamente, durante un periodo de diez años. Marta luchó contra el mal largo tiempo, pero cesó en su oposición cuando comprendió que la enfermedad la uniría a Cristo.
 Muy pronto, en octubre de 1930, se le produjeron los estigmas de Jesús en pies y manos, en la cabeza -como reflejo de la coronación de espinas- e incluso en el costado derecho. Muchas noches, las llagas comenzaban a sangrarle de modo espontáneo, y los jueves Marta vivía la pasión de Cristo.  

Durante décadas, Marta recibió un increíble número de visitas en su habitación. Se calcula que no menos de cien mil, lo cual arroja una inmensa cantidad de personas que pueden testimoniar lo misterioso de lo que allí sucedía. Naturalmente, muchos se acercaban para ver al ‘monstruo de feria’, sin más interés que el del exotismo. Ella recordaba que “no era una pitonisa ni una echadora de cartas”.
 Esta mujer, a pesar de su estado, no tuvo nunca ningún  desvarío. 

 Muchos vecinos acudian para consultarle todo tipo de cuestiones. Los niños subían por los laterales de su cama. Ella siempre se ofreció para escucharlos a todos. Probablemente por eso desarrolló en 1936 los Foyers de Charité, extendidos hoy por unos setenta países, que organizan retiros espirituales y ayudan a los presos y a los misioneros en su labor por los cinco continentes. No en vano, uno de aquellos vecinos que solían acudir hasta su cama con cierta asiduidad reflexionaba que en aquella habitación “no existían los problemas, solo las soluciones.


Por supuesto, no faltaron políticos, pensadores y médicos, algunos de estos descreídos o ateos, que trataban de descubrir en qué podía residir la impostura de aquella mujer de la que se decía que ni comía ni bebía ni dormía, pues aquello era, sencillamente, imposible. Trataban entonces de diagnosticar algún género de locura, daño psicológico, enfermedad mental de cualquier género, en fin, pero se iban con las manos vacías; convencidos de la absoluta ausencia de desvarío en la mujer porque, como escribió Guitton, “cada uno en aquella habitación se sentía unido a sí mismo, a los otros y a Dios”.
   Siempre inmóvil, recostada en una cama de metro diez, con un par de almohadones que elevaban su espalda y sujetaban la cabeza, y con la mano derecha sobre la barriga. Las piernas en forma de M mayúscula, vueltas sobre sí misma y los muslos ligeramente doblados sobre la pelvis. 
Sin probar en todo el día ni comida ni bebida. Sin dormir ni poder ver. Vivía en una permanente oscuridad. 
Su trabajo era «recibir», y sus visitas apenas vislumbraban su cara. Marta Robin era sobre todo voz. Quienes la conocieron dicen de ella que modulaba gran cantidad de sonidos. Su voz podía pasar con gran facilidad de infantil, juguetona, tímida, dulce o melosa, a firme, voluminosa o directa. Lo que más sorprendía a los visitantes era ese cambio, a veces, brusco, del registro de voz. 

 
   Muchos la definieron como mística. Una «Catalina Emmerich» del siglo XX. Una mujer capaz de hacer coincidir en su persona el cielo y la tierra.  
 Entre las miles de visitas que recibió Marta muchas tenían un ingrediente detectivesco. ¿Cómo logrará vivir esta mujer sin comer, ni beber y sin dormir ni un solo día en años?, ¿quién avitualla clandestinamente a esta mujer?, ¿dónde está el truco de esta gran ilusionista? Un caso tan extraordinario era normal que atrajera a tantos curiosos y que interpelara a creyentes y no creyentes. Decenas de médicos, muchos de ellos ateos, pasaron por su habitación para diagnosticar una locura, un estado de ansiedad desproporcionado o cualquier otro tipo de enfermedad mental. Pero nada de nada. La ciencia no fue capaz de explicar que le pasaba a esta pequeña campesina.

 

En otro momento comentó: «Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos». 

 El jueves revivía la Pasión de Cristo
 El jueves era el otro día «grande» para Marta. Revivía semanalmente la Pasión. Sus ojos comenzaban a llorar sangre, uniéndose así a las llagas de sus manos, pies y costado que tampoco cesaban de expulsar líquido durante todas las noches de la semana. 

A las veintiuna horas, con la puntualidad que marca un reloj, comenzaba a murmurar débilmente: «Padre mío, Padre mío, que se aparte de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad». A continuación se producía como un gemido o una melopea melódica en tres notas, que, según los presentes, «podía compararse a los pequeños gritos que da un recién nacido».

La Pasión contada por el sacerdote que le atendía
 El Padre Finet, fiel colaborador de Marta, y testigo de esta Pasión semanal, cuenta su experiencia: «Yo volvía el viernes hacia las dos de la tarde. Para reproducir las tres caídas de la Pasión, Marta había sido movida. Yo la tornaba a su posición; ponía su cabeza en la almohada. Esa cabeza caía sobre el cojín, donde ordinariamente había un chal blanco. Añadiré que, en el momento de la estigmatización, a comienzo de octubre de 1930, Jesús, no sólo la marcó aquel día con los estigmas en los pies, las manos y el costado derecho, sino que además le encasquetó su corona de espinas profundamente en la cabeza, y Marta se puso a sangrar no sólo de los pies, manos y costado, más igualmente en toda su cabeza; y comenzó a verter cada noche lágrimas de sangre. Fue en ese momento cuando Jesús le dijo que la había elegido para que ella viviera su pasión más que nadie, después de la Virgen, y que nadie después la viviría más totalmente. 
Jesús añadió que cada día aumentaría más su sufrimiento y que, por esto, no dormiría jamás durante la noche». 

 Volved con nosotros
 A la hora que llegaba el Padre Finet, el viernes, se cerraba el ciclo de la Pasión. Marta, que hasta el momento había lanzando continuos gemidos de dolor, cesaba sus quejidos y repetía las palabras de Jesús en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese momento daba un profundo suspiro para quedarse completamente inmóvil, sin apenas respiración. Tras dos horas como muerta, Marta volvía a gemir. Esos gemidos se prolongaban hasta la tarde del lunes. A partir de ahí, y hasta el martes, Marta entraba en un éxtasis del que salía con dificultad y con ayuda del Padre Finet: «Hija mía, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por María, madre nuestra, os lo ordeno: volved a nosotros». 
Marta Robin a las pocas horas de fallecer en su lecho, su rostro sereno


 
Sufrimientos morales, sobre todo
 Marta solía comentar que sus sufrimientos físicos no podían compararse con los padecimientos que sentía en el orden moral. La Pasión de los viernes era para ella como una entrada en las tinieblas que le provocaba una gran desolación. De alguna manera sentía que representaba a la humanidad del siglo XX que había oficializado la ruptura con Dios, y experimentaba en su propio ser ese abandono.

 Una historia ocultada
 Al morir Marta en 1981, pocos fueron los que se enteraron, y menos la prensa. Otra historia ocultada. Lo extraordinario de su caso lo dejó dictado: «Mi ser ha sufrido una transformación tan misteriosa como profunda. Mi felicidad es divina. Y, ¡cuánta agonía de la voluntad para morir a mí misma! Jesús se hacia tan tierno para un alma sangrante, tomando sobre él todo lo penoso de la prueba, dejándome el mérito de seguirle sin resistencia».
BENDITO SEA DIOS....

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